El desafío de las vanguardias

Desde hace ya más de un siglo existe un recelo hacia las varguardias en las artes plásticas, el teatro, la música, la literatura… El distanciamiento del público ha llevado a algunas personas a considerar que el llamado «arte contemporáneo» es elitista (y nada se dice de la música llamada «contemporánea» porque la mayoría de las personas ni siquiera sabe que existe). Es decir, que algunos consideran que esa estética resulta inaccesible para el común de los humanos, que solo comunica a los eruditos y profesionales; algunos incluso piensan que no representa los valores de la democracia, y por ello se desaconseja a los políticos que muestren públicamente su interés por obras tan alejadas del gusto popular. Y esto por no hablar de los más necios, que ven una pose en los amantes de las vanguardias, porque, si no les gusta a ellos, cómo le va a gustar a alguien.
Desde mi punto de vista, tales afirmaciones son engañosas. Las vanguardias no se le esconden a nadie, los museos de arte contemporáneo rebosan de actividades pedagógicas (o al menos desean que los financien para aumentar su oferta), hay paneles informativos, miles de artículos en internet, conciertos gratuitos, etc. Si se invirtiera el mismo tiempo en comprender los fundamentos de las artes que en el fútbol, las vanguardias florecerían en las barras de los bares. El problema es que mucha gente recorre un museo a velocidad de maratón, para poner un «visto» en su agenda de viajes, o escucha música para bailar y emborracharse, o ve películas para entretenerse y echar el cerrojo a su mente. Incluso hay quien acude al auditorio porque es lo que se espera de un miembro de su clase social, pero en realidad, cada vez que va, le dedica esfuerzos titánicos a no dormirse.



Hay un problema si lo que pretendemos es que el arte se adapte a nuestra pasividad hacia la cultura, en lugar de levantarnos, remover nuestras neuronas y crecer para arrimarnos a él. Y abunda la dejadez si a toda manifestación visual, sonora o intelectual que no conquista en su primer instante se la tacha de esnob o se la ridiculiza. Y así, en esta era en la que existe una preponderancia de lo popular, lo que no se rebaja al gusto del consumo masivo y perezoso va adentrándose en la bruma, y puede que algún día incluso llegue a perderse de vista.
Ahora bien, ¿a qué se debe está falta generalizada de motivación por la vanguardia? ¿Se debe a carencias en el sistema educativo?, ¿se debe a que la inteligencia media es menor de lo que nos gustaría?, ¿se debe a la manipulación de las industras relacionadas con el arte?, ¿se debe a que es cierto aquello de que el arte no sirve para nada?
Para mí la cuestión debería centrarse más allá de estos tópicos. Creo que la verdadera causa de esa aversión hacia las vanguardias reside en que las vanguardias retoman lo primitivo como un valor esencial, cuando el humor general de la sociedad sigue anclado en una visión literal y monoteísta de la vida (he de matizar que en todo arte hay algo primitivo, pero es solo en las vanguardias donde lo primitivo es nuclear). Así, las vanguardias —antes incluso que antropólogos como Lévi-Strauss— encuentran originalidad y sabiduría en las culturas que se consideraban inferiores desde un punto de vista eurocéntrico —como lo eran las tribales o prehistóricas—, y también las encuentran en etapas de la vida primitivas, es decir, en la infancia (no olvidemos aquella frase de Picasso: «Desde niño pintaba como Rafael, pero me llevó toda una vida aprender a dibujar como un niño»). Así, con las vanguardias se aleja el foco de las formas nítidas, se huye del mundo manifiesto o de imitar el mundo manifiesto, se abandonan las pretensiones de objetividad, de universo compartido, el mismo para todos. Y es así como las vanguardias revalorizan algo que había quedado reprimido, tan reprimido como el sexo; a saber: la magia ancestral.


Y creo que esa es justo la raíz de la distancia que se ha tomado frente a las manifestaciones artísticas contemporáneas. No se trata de una cuestión de falta de inteligencia, de escasez de horas lectivas en el colegio o de contubernios empresariales. Y menos aún de inutilidad del arte, pues el Homo sapiens es esencialmente un animal artístico, que crea mitos, fantasías, sueños; es un fabulador, un contador de cuentos. Todo ser humano necesita inventar su propia historia. Y todo ser humano, si quiere mantener su salud mental, necesita relacionarse con la magia, con la fantasía, con ese otro mundo adonde va el sol por las noches. Porque reprimir la magia —ese inframundo con el que sí conviven los niños— es una castración de nuestras capacidades cognitivas, y la imposibilidad de vivir plenamente. Porque, en el mejor de los casos, reprimir la magia nos condena a la depresión ante un mundo mecánico, cientificado, literal, de un solo plano, un mundo muerto; y en el peor de los casos nos lleva a confundir lo literal con lo mitológico y lo mitológico con lo literal, transformándonos en peligrosos fanáticos.
Por tanto, ahí está la causa: el rechazo hacia la vanguardia es un rechazo hacia la infancia, hacia lo primitivo que hay en uno, hacia lo simbólico, hacia lo onírico, hacia lo ambiguo, hacia todo aquello que carece de una forma clara, de un significado preciso, hacia lo cambiante, hacia lo asombroso, hacia lo invisible, hacia lo genuino y latente. Porque las vanguardias retoman el mundo chamánico, el mundo de los espíritus, el mundo de las oscuras frases del oráculo. Son un reencuentro con lo inconsciente, y con aquello que no controlamos. Y la mayoría de la gente rechaza ese lenguaje, lo rechaza en sí misma y lo rechaza en el arte de sus contemporáneos.
Madurar se ha identificado con matar la magia, con abandonar el mundo de los misterios, con desterrar la poesía: ese el verdadero rito de paso de las sociedades civilizadas. Porque lo importante es el control, la seguridad, la unidad, la estabilidad. Y la mayoría de la gente vive por y para lo que se ve, lo que se palpa, para todo aquello que pueda atarse a una roca y pueda encontrase siempre donde se dejó. Por eso, sienten como ajeno el arte de vanguardia, y por eso incluso lo combaten con el desprecio.



Pero apaciguar de estas maneras el miedo a lo incierto se paga con la insatisfacción, y con un corazón miserable. Uno nunca puede sentir la plenitud de la vida si no se deja fluir hacia la naturaleza que lo consitutuye, hacia la espontaneidad de su pensamiento simbólico y mitológico, si no se deja vivir en la magia, más allá de las convenciones sociales y de lo meramete sensitivo; más allá de ese plano literal de lo verdadero y lo falso.
El otro mundo, de sueños, imágenes imprecisas, musas y demás deidades del politeismo, completa este de aquí que decimos compartir, y lo llena de vida, de vida auténtica, y no de ese fugaz empuje que se siente cuando se sacia un deseo. Pero a ese otro mundo se lo tiene, como diría Tolkien, como a los muebles viejos, olvidado en el cuarto de los niños.
Pero el arte, el buen arte, está ahí para resucitarnos; porque en ningún aspecto es esnob. En cambio, sí parece esnob renegar de lo primitivo, de lo ancestral y de lo infantil, como si uno quisiera dárselas de distinguido. Y, fijémonos bien, más que una actitud adulta, a mí me parece una actitud adolescente, como la de ese joven al que le acaba de cambiar la voz y de pronto se avergüenza de que un día fuera niño. Porque no es de adulto apostatar de las propias raíces, sino de inexperto e inseguro, de recién llegado.



Ahí aparece, entonces, la alergia a las vanguardias: es la desazón por el pensamiento simbólico, mitológico y mágico, que no se basa en la prosperidad técnica, en lo medible, sino en el nebuloso diálogo con los otros mundos. Y no todos quieren reabrir los portales.
Es, por tanto, más relevante que nunca la labor de los artistas vivos, porque en el lenguaje de sus obras queda uno de los pocos bálsamos contra la locura colectiva, contra ese envenenamiento del alma y del mundo. El arte puede ser el mensajero entre el mundo invisble y el visible, entre la materia oscura y el ser revelado. Porque, en esa observación limpia, las cosas nos revelan su significado. Y no consiste en un significado lógico y nítido, sino en uno escurridizo y confuso que solo puede expresar la poesía.

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