La magia y la literatura infantil
Es cierto que para
muchos de quienes me oigan defender aquí la magia mi discurso les sonará a
desvarío. Al principio yo mismo pensé que la magia era otra de mis fantasías,
una idea con la que jugar a la filosofía, así, sin demasiada seriedad, aunque
también con cierto recato, como el de quien pasa la mano rápidamente a través
de una llama para obtener una dosis de vitalidad, pero sin un auténtico riesgo.
Una pizca de miedo a la locura me servía de freno: mi mente suele tenderle la
mano a lo extravagante, y además es una mente muy dotada para la abstracción —sería
capaz de estudiar matemáticas en la plaza más ruidosa de Europa—; de ahí el
temor a soltar las amarras del globo y no saber regresar. Porque, aunque volar
es la experiencia más hermosa, siempre entraña algún riesgo.
Sin embargo, el que
la magia exista, o deba existir, no es una locura. Más bien, la volatilidad de
mi mente me ha permitido acercarme al hecho de la magia a pesar de pertenecer a un siglo tan
profano. Si hubiera mantenido los pies en la tierra, tal y como me aconsejaron
en casa y en la escuela, habría hecho lo que la mayoría de la gente suele
hacer: cerrarle la puerta a esa y otras realidades, y vivir conforme a lo que su época considera razonable.
Pero no fue siempre
así: no siempre hicimos de la magia una herejía. Y es que, aunque ahora nos
cueste aceptarlo, la magia ha formado parte de la humanidad desde que esta vio
su primer amanecer, allá en el rojizo horizonte africano. Porque la magia es parte de nuestra genética, y de
toda nuestra prehistoria y nuestra historia, al menos hasta hace dos días, cuando la
idolatría a la razón y al poder tecnológico nos empujó a despreciar todo
aquello que se apartara de su maquinaria industrial. Lo cual no deja de ser una auténtica paradoja,
si tenemos en cuenta que nuestra sofisticada sociedad, este elevado primer
mundo, adolece de varias epidemias psicológicas, como son el suicidio o las
adicciones, que representan o bien la claudicación ante el vacío o bien el agarrarse
a una fugacísima ilusión de plenitud que arrastra una muerte lenta, pues lo que
se halla detrás, en todo caso, es un espíritu dormido sobre una vida sin
sentido.
La confrontación
entre la tecnología y la magia no habría sido necesaria si se hubiera entendido
que la función de la magia no consistía en incrementar el dominio sobre el
mundo. El anhelo obsesivo por la seguridad fue lo que llevó a ver en la magia
un vehículo de poder material, y es así como se muestra en muchos libros y
películas de fantasía, donde la principal capacidad del mago es derrotar a sus
enemigos, es decir, demostrar que se es un gran guerrero o guerrera. Pero,
incluso en estas historias, una bomba atómica, un arma biológica e incluso un
cazabombardero resultarían mucho más devastadores que la acción del brujo más
poderoso.
La verdadera
diferencia entre la tecnología y la magia radica en que la tecnología observa
el mundo como piezas manipulables de una compleja maquinaria, mientras que la
magia se comunica con el mundo; le habla y lo siente como se habla y se siente
a otra persona. Por tanto, el mundo desde una lógica fría no es más que una
obra de ingeniería, un monótono reloj que siempre toca la misma melodía en las
horas punta. En cambio, para la magia —como para la poesía— el mundo tiene
alma, fluye, sorprende, miente, acaricia. Así, la roca, el agua, el fuego e incluso el viento están no solo habitados, sino también constituídos por el espíritu de lo intangible. Porque el
universo está abolutamente personificado.
Y esta es la razón
por la que la función de la magia no es manipular las piezas de la gran máquina
para controlar nuestro entorno —de esto ya se encargan las ciencias empíricas—,
sino comunicarse con el entorno, de alma a alma. Y así es como se ha vinculado
la humanidad con el mundo durante doscientos mil años, porque está en su biología
el relacionarse con la gente y con la vida mediante lo que hay oculto tras el
cuerpo. Porque, a menos que alguien tenga un transtorno del espectro autista,
cuando nos cruzamos con el vecino no vemos un elemento cinético que se desplaza
por el portal según las leyes newtonianas, sino un cúmulo biográfico, unas
conversaciones, unas intenciones y un posible aliado o enemigo en nuestros
quehaceres cotidianos. Y todo esto son imaginaciones, todo burbujeo de nuestra mente, todo
del mismo color que nuestros sueños, y nada de ello palpable, pero —a pesar de ello—
infinitamente más real y natural que cualquier explicación física o
neuroquímica.
Un mundo sin magia es
un mundo sin alma. Y a quienes habitan ese mundo muerto, que solo se quiere
explicar desde la objetividad, se los condena al sinsentido, a esa nada de la que
habla Michael Ende. Y de ahí se explica que una sociedad tan rica en lo
material, y con tanta seguridad y poca mortandad, como la europea, no haya logrado apagar su melancolía y ansiedad; en definitiva, su sed: sed por llenar ese
vacío que deja la muerte del mundo, llenarlo con lo que sea, con la adicción a
los tóxicos, a las compras, a las redes sociales o a los videojuegos. Valores
superfluos para una vida que no acaba de satisfacer porque hemos cortado los
hilos con los que personificábamos cada suceso, cada criatura del bosque, cada
río, cada misterio.
Sin embargo, un niño —en
una situación cognitiva y familiar normal— puede sentir la magia sin
cuestionamientos, y cada lugar es sagrado, en sus olores, en su luz, en el universo
oculto que hay en cada charco, o en cada sombra. La vida vibra y la experiencia
es total, completa. Y, conforme nuestra mente va llenándose del ruido de los
conceptos, la realidad se va volviendo un conjunto de fósiles intelectuales, o
más bien una carcasa de plástico, un hastío de vivir lo sensato pero profundamente aburrido. Y de pronto nos encontramos como esos personajes de Philip Pullman a los que les han estirpado sus daimonions.
En este sentido, la
literatura infantil puede actuar como bálsamo, en cuanto que nos conecta con
el ancestral hilozoísmo (‘todo está vivo’), con la frescura de habitar un
mundo con el que comunicarnos y abrazarnos, y así romper el aislamiento de
nuestra alma moradora de desiertos. Pues en la literatura infantil no solo es
posible conversar con los animales, sino también presenciar con normalidad la
rebelión de objetos que han dedicido no comportarse como deberían o de culos
que abandonan a su dueño para evitar los azotes de unos cuidadores violentos (Un
culete independiente, de José Luis Cortés y Avi).
Como ya ha comentado
el crítico Perry Nodelman, parece que la literatura infantil se considera un género menor
del mismo modo que a un niño se le considera un humano menor, cuyo universo
debe también reducirse —censurarse— para ser menor. También podríamos decir aquí que
el universo del niño es primitivo, y por ello despreciarlo, igual que se
desprecian otros universos primitivos cuya única desventaja real es que poseen
un menor poder de dominación teconológica y social, cuando, en realidad, sus miembros bien podrían hallarse mucho más cerca que nosotros de saber lo que es una vida plena. Por eso, la magia se relega
a esas culturas supuestamente primitivas y a esos estadios evolutivos también primitivos.
Por eso la magia, la verdadera magia, la que personifica todo lo que abraza el espacio y el tiempo —e incluso aquello que lo trasciede—,
sobrevive solo en los libros para niños y en algunos poetas y artistas que aún
conservan esa mirada transparente. Y mientras tanto nuestra sociedad, henchida
de orgullo civilizado, va arrojándose al vacío de los hombres grises.
(Escalera a ningún sitio, de los Simpsons)
Como ya ha dicho
hasta la saciedad la antropología en el siglo XX, las culturas no evolucionan
en línea recta, sino en red, y no hay etapas que se dejen atrás o hayan quedado
superadas, sino que se integran en las nuevas estructuras. Si nos avergonzamos
de nuestra magia —como el adolecescente recién llegado que intenta reprimir
todo vestigio de su etapa infantil para parecer un joven adulto—, jamás integraremos la
sabiduría que brota de ella, y seguiremos tropezando contra el muro del
sinsentido, en una ilusión de inteligencia que en realidad es la estupidez desgarrando
el alma solitaria.
Es muy importante, por ello, seguir leyendo y creando literatura para niños de
calidad; se trata de una de las mejores formas de conservar el tesoro de la magia, hasta que los
trompazos de quienes han cerrado los ojos a su luz les hagan recapitular y aceptar
los cofres de vida que les hemos reservado.
¿Quién no tiene cerca
algo parecido a un olmo viejo hendido por un rayo o a un arpa en algún ángulo
oscuro y de su dueña tal vez olvidada?
El alma del mundo está por todas partes, dentro y más allá de cada cosa. Es solo la manera de mirar. Que la hemos olvidado.
El alma del mundo está por todas partes, dentro y más allá de cada cosa. Es solo la manera de mirar. Que la hemos olvidado.
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