La censura en el estilo literario de los libros infantiles


Sobre la censura en la literatura infantil se viene hablando desde hace tiempo. Y creo que todavía debería ser uno de los asuntos centrales en el debate literario. Aún es demencial la frecuencia con la que escritores e ilustradores se ven obligados a modificar y asfixiar sus creaciones por culpa de las presiones editoriales. Me refiero a esas editoriales que o bien mantienen una visión conservadora de la infancia o bien piensan antes en satisfacer a los mediadores (profesores, padres…) que a los niños, con la terrible consecuencia de que acaban poniéndose en lo peor, es decir, buscando hasta el beneplácito del mediador más retorcido y rancio. (Me pregunto de cuánta genialidad se ha privado a los lectores).

A este respecto, quiero centrarme en los mecanismos de censura relacionados con el estilo de los textos; esto es, con aspectos relativos a la forma, más que al contenido. La razón de haber concretado el análisis es doble: por una parte, contemplar ambas expresiones de la censura requeriría un comentario demasiado extenso; por otra parte, sobre la castración de ciertos contenidos infantiles ya se ha hablado más profusamente: evitar lo terrible, ser políticamente correcto, incluir personajes ejemplarizantes, etc.  No obstante, en cualquier ámbito artístico, contenido y forma se generan el uno al otro, por lo que la censura en el estilo es, al mismo tiempo, una censura en el contenido.



Dicho esto, me gustaría establecer un núcleo para la censura en el estilo. Yo lo hallo en esa literalidad que en demasiadas ocasiones se les exige a los creadores y creadoras. Ahora bien, ¿a qué me refiero con «literalidad»?

Tanto los textos —o ilustraciones— como las interacciones con el mundo pueden abordarse de una manera literal o de una simbólica. La mirada literal es aquella que pretende la exactitud en los fenómenos; es decir, aspira a una descripción objetiva de la realidad, ya se refiera a una realidad externa o a una psicológica. Por ejemplo, desde un punto de vista literal, un árbol es una «planta perenne, de tronco leñoso y elevado, que se ramifica a cierta altura del suelo» (DRAE). También, con ese enfoque, podríamos describir los tipos de árboles que hay, según sus frutos, sus hojas, su tronco…; o podríamos hablar sobre cómo se alimentan, cómo viven en simbiosis con los hongos o cuál es la manera en la que se reproducen. Se trata, por tanto, de una mirada muy diferente a la simbólica, a aquella que ve en un árbol, por ejemplo, la ascensión al mundo de los dioses o el alma de un bosque.

La mirada literal se rige por la lógica y sujeta los fenómenos en una sola dimensión. Por ejemplo, desde un punto de vista literal, el «frío» es «frío» (A = A), y es distinto de otras sensaciones, como «calor», «angustia», «mareo»… (A ≠ no-A). Los conceptos se mantienen bien separados —delimitados— unos de otros a fin de consolidar una realidad compartida entre todos, una realidad rígida, con una única lectura, donde un árbol sea la misma cosa para todos. Y lo mismo vale para otros conceptos, como «amor», «tristeza», «justicia», etc. Sin embargo, desde un pensamiento simbólico se abren nuevos caminos, y caben las metáforas, las ironías, etc. De hecho, si en pleno verano, a 40 °C, yo dijera «¡Qué frío hace!», nadie dudaría de que en realidad estoy diciendo que hace calor; porque el pensamiento simbólico, tan escurridizo, no solo admite lecturas subjetivas opuestas, sino que permite entender estructuras contradictorias, flexibles, cambiantes, donde «frío» pueda significar, al mismo tiempo, «calor» (A = no-A).

La capacidad de lo simbólico para construir y entender realidades imposibles desde el punto de vista literal —como que «frío» pueda significar también «calor»— se debe a que funciona en diversos planos simultáneos, como si mucha información se manejara en paralelo. De ahí que para un niño un lápiz pueda ser al mismo tiempo un lápiz y un cohete. Por tanto, no se trata de una alucinación (que sería tomar como literal lo simbólico), sino que, como decíamos antes, los dos signficados se sostienen simultáneamente, y el niño pasa de los planos lápiz y cohete al plano lápiz-lápiz sin problemas. Y es justo esta capacidad la que permite que un lápiz sea muchas más cosas que un «utensilio para escribir o dibujar formado por un cilindro o prisma de madera con una barra de grafito en su interior» (DRAE), y es lo que nos posibilita comprender y aceptar que existan múltiples lecturas de la realidad —o múltiples realidades—, sin sentir la necesidad de emprender una cruzada para imponer una única verdad a los muchos infieles.

Es natural que hoy en día predomine la mirada literal sobre la simbólica. La ciencia opera en el plano de lo literal, y la ciencia, que permite predecir los fenómenos, dialoga bien con nuestra obsesión por garantizar la seguridad, por mantener todo bajo control, por dominar y domesticar la realidad y por dar significados últimos, cerrados, soluciones que nos liberen de tener que cuestionar la existencia constantemente. Lo simbólico queda relegado a culturas primitivas y a estados primitivos —como pueda ser la infancia—, con cierto menosprecio hacia ellos, porque el desarrollo —y la superioridad— se mide solo por las conquistas en el plano de lo literal.



Sin embargo, si no fuera por el pensamiento simbólico, tendríamos enormes problemas para entendernos entre nosotros, puesto que constituye la base de la comunicación humana. El pensamiento simbólico no solo es natural en nosotros, sino sustancial a la especie (no sobreviviríamos sin él). Y más alarmante es observar que la represión y el menosprecio que se experimenta hacia lo simbólico en el proceso cultural de maduración, y que pretende reducir la existencia a lo literal, a veces se promueve en edades muy tempranas, cuando en las publicaciones infantiles se apuesta por dárselo todo definido y bien mascadito a los niños. Para mí se trata de un proceso de muerte: el rito de paso hacia la madurez consiste en aniquilar a ese chamán natural, que a través de los símbolos y del lenguaje onírico está en contacto con este mundo y el otro (el mundo llamado Fantasía). Así, el humano se hace adulto cuando encadena su mente al plano literal y destruye toda la magia del mundo. Entonces se hace fuerte, y vive mil años, pero se condena a un universo impersonal, estéril y sin alma. 

¿Dónde se aprecia esta imposición de la literalidad en las publicaciones para niños? 

En primer lugar, como anticipé, se da cuando todo se quiere ofrecer bien mascadito; ¡horror!, no vaya a ser que los niños no lo entiendan o entiendan otra cosa. También está la necesidad compulsiva que sienten algunos de rellenar todos los huecos del texto —o de las ilustraciones—. Y, por descontado, hallamos esa tendecia, y a veces obligación, de cerrar los finales. Estos son los mecanismos de censura que voy a comentar a continuación, aunque existen muchos otros que sería interesante revelar en el futuro. 

Así, pues, ¿qué es dar el texto bien mascadito? Por desgracia, significa suprimir todos aquellos elementos que distraigan de la interpretación oficial del texto. Es decir, se parte de que debe haber una sola interpretación, una interpretación correcta a la que el niño ha de llegar. Y el adulto se siente en la obligación de controlar todos los significados alternativos. 

Para ello, lo primero es ofrecer un texto con significados que ya sean conocidos, salvo en lo relativo a la enseñanza que se quiere impartir. Por ejemplo, si quisiera mostrar que nos iría mejor si enfocáramos la vida de manera positiva, me vería obligado a escribir un texto simple, que fuera al grano, sin conceptos ni imágenes nuevas que pudieran distraer la atención del lector del mensaje principal: «al personaje le van bien las cosas porque piensa y siente en positivo». No solo se trata de escribir como si los niños fueran tontos (que también), sino de imitar la metodología de un experimento científico, y de ahí su literalidad: se controlan todas las variables, con excepción de la que se quiere manipular, la variable independiente; en mi ejemplo, la doctrina en favor del pensamiento positivo. Por tanto, se empobrece considerablemente el texto, depurando figuras estilísticas, simbolismos y sentidos que inciten al lector a construir significados, a no ser meramente reactivo, pues a la información consabida, ya asimilada, se reacciona casi por reflejo; al contrario de lo que ocurre ante aquello que nos deja perplejos y vacilantes, y que nos incita a elaborar nuevas nociones o a que nuestro mundo inconsciente rellene el hueco que el desconocimiento ha dejado.

Así se consigue enfocar el cuento en una única dirección, omitiendo las narrativas paralelas. Es algo parecido también a lo que se haría en un libro de texto estándar, donde se trata de simplificar al máximo para transmitir una idea o conocimiento concreto, que es el que se desea instalar en la mente del lector. Así, la ficción se transforma en un manual; y se le adjudica una construcción lineal, cuando precisamente la magia de la literatura es abrir planos simultáneos, que esbozan un bosque brumoso de arroyos, una atmósfera global.


Hay, por ello, una obsesión por que los niños entiendan todo: «¿Lo entenderá un niño de seis años?», «¿Es apto para uno de tres?». Primero, se da por hecho que la infancia es uniforme, que los niños de seis años son todos iguales. ¿Alguien se preguntaría si un libro le iba a gustar a alguien de cuarenta? Bueno, me imagino que habrá estudios de mercado para dictaminar a quién dirigir la publicidad de un nuevo lanzamiento, pero no es el tipo de pregunta que un escritor o un lector suela hacerse, mientras que parece el día a día de la literatura infantil. Cuando uno escribe un libro, sabe que les interesará a unos y a otros no, y sabe que habrá individuos de cuarenta que encuentren sentido a sus palabras y otros que no. Porque la clave no está tanto en entender como en encontrar sentido. Y que un niño encuentre —o construya— un sentido es más común de lo que parece, aunque quizá no se trate del sentido que el adulto tuviera previsto.

Disfrazado de consideración hacia los niños, de consideración hacia sus habilidades cognitivas, lo que se esconde es una sobreprotección, un cerco a su mundo, una manipulación de su realidad. Se trata de suprimir significados desconcertantes, desconocidos, dispersos, turbios, significados que dejen al niño con dudas. Porque ellos van a rellenar los huecos, cada uno de una forma diferente. Y lo mismo se aplica a las imágenes ambigüas, abstractas o psicodélicas que puedan producir los textos: en el arte —y en la vida— a veces no se trata de entender, sino de significar. Y basta con que esa imagen deje una impresión en la mente del lector. No se trata de decir que esa imagen significa esto o lo otro, no se trata ni siquiera de que seamos capaces de explicitar o verbalizar que tal imagen nos ha dejado un impacto. Porque a veces el texto se dirije al inconsciente, y entra por la puerta de atrás; o se dirige a ese pensamiento simbólico, onírico, donde las cosas se conectan y significan de manera mágica, y muchas veces escurridiza. El adulto literalizado quiere que todo sea entendible, claro, que se pueda explicar con palabras precisas y transparentes, que se coloquen sobre la mesa las intenciones del autor y lo que el texto quiere decirnos. Y con esa actitud se castra a sí mismo y castra a todos los lectores, que ya no tienen nada que aportar a la vida, solo callar, aprender de los autores y obedecer a las autoridades. 

Y lo que me resulta más paradójico en la literatura infantil es que, precisamente, con la pretensión de que todo se entienda, se salve de la censura solo la información literal, explícita, verbalizable, que es justo el tipo de información para la que los niños poseen menos destrezas (mientras que en el ámbito simbólico muestran grandes habilidades, a veces más que muchos adultos, que han crecido atrofiando esas capacidades simbólicas, por desuso o por desprecio hacia ellas, en su obsesión por progresar en el mundo objetivado, y libre de las fantasías infantiles). Por tanto, al atar un texto al campo literal, en el que el niño es menos diestro, se consigue, precisamente, que comprenda menos de lo que podría; eso sí, con las ventajas de que ahora es el adulto quien controla el significado, lo que le sitúa en una posición de poder: el adulto sabe, el niño no; y el adulto guía de la mano al niño.


Otra de las cuestiones citadas arriba, y muy relacionada con lo que se acaba de exponer, es la de explicitarlo todo; es decir, acabar con el subtexto. Se trata de cubrir todos los huecos que los niños podrían rellenar libremente, sin mediación del adulto. Tomemos como ejemplo la sonrisa de la Mona Lisa, un caso tan típico como tradicional: su ambigüedad podría dar lugar a múltiples interpretaciones o significados, y esto ha enriquecido la obra. No obstante, en la literatura infantil no faltan casos en los que se exige nitidez sobre qué sienten los personajes, qué piensan y por qué hacen lo que hacen, a pesar de la artificialidad que esto supone, pues las personas no siempre somos conscientes de lo que sentimos o de por qué hacemos lo que hacemos, muchas veces ni siquiera somos conscientes de nuestros pensamientos. La censura se produce al solicitar personajes transparentes, con pensamientos tan claros como los que habría anotado un psicólogo en su cuadernillo de terapias. Se pide un mundo interior de las personas con emociones, intenciones, etc., cerradas, bien etiquetadas, delimitadas. Se asume, así, una psicología humana de laboratorio químico, donde se pueden aislar las pasiones y después embotellarlas. Se trata, de nuevo, de construir una realidad literal, sin turbulencias, edificada con elementos precisos y atómicos, perfectamente disociados de los demás, una realidad donde incluso los pensamientos y las emociones se deban a la ciencia, para que también puedan domesticarse, manipularse, controlarse, como se ha hecho con el medio natural. 

Por último, y también en relación con lo anterior, quedan por mencionar los finales cerrados, que son otro medio formal de dirigir el pensamiento de los lectores; porque un final cerrado expresa una visión del mundo teleológica, es decir, una visión en la que todo tiene un propósito, todo conduce a una meta. La censura en exigir finales cerrados no radica en que se propongan consecuencias a los actos del personaje (algo natural a la ficción), sino en que parece obligado decirle a un niño que todo fluye en un sentido, y que además ese sentido puede conocerse de manera sencilla, por la mera voluntad.

Sin embargo, un final abierto invita a crear la conclusión; cada lector la que decida. Y favorece el que la historia se la lleve uno a casa, que la meta en su propia caracola, que la piense después, que la comparta con otras personas, que descubra con otros lectores nuevos significados. Si consumir implica destruir, como ocurre cuando nos comemos una manzana, que la destruimos para disfrutarla, entonces los finales cerrados van más en la línea del consumo (por supuesto, no equiparo «final cerrado» con «consumismo»). Pero el final abierto, o las historias paralelas que quedan abiertas, contribuyen a que no destruyamos la obra. En estas no llegamos al final, nos dicen lo que pasa y… ya está, se acabó: ya se puede tirar el cuento y comprar otro. Los huecos, las historias abiertas y los finales escurridizos nos mueven a reciclar los textos, a mantener una política de ecología literaria.



Entonces, ante este panorama, ante esta censura en las mismísimas estructuras de la creación literaria, cada vez se me hace más necesaria la figura del artista, aunque la industria siga destruyendo buena cantidad de sus obras (sí, claro, hay obras muy buenas publicadas por sellos importantes, pero ¿alguien puede cuantificar el número ingente de obras maquilladas o incluso tiradas a la basura por la censura? Yo, de solo hablar con un puñado de artistas del universo infantil que conozco, me estremezco). Es en los lenguajes artísticos donde la pluralidad de significados y el manejo de herramientas para el pensamiento simbólico es crucial. Es ahí donde el arte renueva su importancia filosófica y humanística, y donde actúa contra las inercias de la ignorancia. El arte detenta esa fuerza transformadora, no ya en los contenidos que proponga cada artista, con los que se puede estar o no de acuerdo, sino en la propia columna vertebral del arte, en su expresión formal.

Por ello, suscribo las palabras de Philip Pullman cuando afirma que lo que hace a un libro bueno es «el hecho de que mucha gente lea el libro y pueda no estar de acuerdo entre sí» (CLIJ, n.º 286). Y quisiera concluir esta reflexión con otra cita, en este caso del majestuoso prologuillo que escribió Juan Ramón Jiménez a propósito de una edición juvenil de Platero y yo. Porque parece mentira que en literatura infantil a veces vayamos tan retrasados que, un siglo después, sus palabras sigan resultándonos tan modernas:

Advertencia a los hombres que lean este libro para niños:

Este breve libro, en donde la alegría y la pena son gemelas, cual las orejas de Platero, estaba escrito para... ¡qué sé yo para quién...! para quien escribimos los poetas líricos... Ahora que va a los niños, no le quito ni le pongo una coma. ¡Que bien!

«Dondequiera que haya niños —dice Novalis—, existe una edad de oro». Pues por esa edad de oro, que es como una isla espiritual caída del cielo, anda el corazón del poeta, y se encuentra allí tan a su gusto que su mejor deseo sería no tener que abandonarla nunca.

¡Isla de gracia, de frescura y dicha, edad de oro de los niños; siempre te hallé yo en mi vida, mar de duelo; y que tu brisa me dé su lira, alta y, a veces, sin sentido, igual que el trino de la alondra en el sol blanco del amanecer!

Yo nunca he escrito ni escribiré nada para niños, porque creo que el niño puede leer los libros que lee el hombre, con determinadas excepciones que a todos se le ocurren. También habrá excepciones para hombres y para mujeres, etc.

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